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Crítica de ‘La mala familia’ por Ana Jiménez, alumna de Máster de Crítica Cinematográfica

A mitad de la película La mala familia (Nacho A. Villar y Luis Rojo, 2022) un largo primer plano graba el rostro de Andrés, al que acaban de conceder el tercer grado para pasar el día con sus amigos a los que hace meses que no ve. A ellos les lee una carta en la que les cuenta el miedo que ha pasado en la cárcel, por qué no quiere que le vayan a visitar, se disculpa por no poder afrontar el pago de una cuota solidaria por un delito que cometieron hace años y le dice que es lo que espera para el futuro. Tener uno.

La familiaridad de los directores

Nacho A. Villar y Luis Rojo graban a sus amigos, aquellos que han sido arrinconados y marginados en una sociedad que les señala como delincuentes, violentos y molestos. No es sorprendente entonces que la mayoría de estos jóvenes sean inmigrantes o hijos de inmigrantes. El trasfondo político y social está explícito, sin necesidad de explicarlo haciendo uso de aclaraciones ajenas a los sujetos grabados.

A través de una cámara que tiende a la quietud, a observar a los sujetos que graba sin guiarlos, que se mueve entre el plano general y primer plano, de la colectividad a lo íntimo. Es una película que respira familiaridad. Grabar los gestos de sus rostros, los ojos al borde de las lágrimas, unas manos nerviosas, pero también los saludos, la complicidad de una comunidad, de una familia.

La cámara que deja observar

En esta intención de no intervenir se crea una película llena de sensibilidad que funciona como documento de un momento concreto, de las decepciones de la vida, de los sueños de una juventud a la que han dejado que se pierda. Pero de igual manera no se permite la vulneración de la intimidad y lo privado, las secuencias de la película comenzando siempre in media res, descontextualizadas, no ofrecen la información al completo. Señala al espectador como lo que es, un desconocido para estos jóvenes, nunca se le niega esa identidad, ni se le hace creer que pertenece a su círculo por ser testigo de un momento de reencuentro. Susan Sontag en libros como El dolor de los demás o Sobre la fotografía veía en la cámara un peligro inminente, un arma que inmortaliza desde el privilegio y el poder sobre un Otro.

Aquí la cámara es cómplice, y aunque existe una puesta en escena y una planificación, la cámara es más bien una compañera, un acta de aquel día. Incluso, en el momento más tenso de la película, aquella conversación que se va gestando entre los chicos, la cámara no acusa, ni les persigue, se aleja sin reaccionar a las palabras, gestos o movimientos. Solo observa y sobre todo deja observar.

Villar y Rojo ceden la palabra al supuesto «otro», al que se refería Sontag. Aquel que documentales han retratado o hablado por ellos. Les ceden incluso una parte de la creación audiovisual, una serie de vídeos verticales que sirven para contextualizar a los jóvenes, sus situaciones y su próximo encuentro. Tomar el formato de la videollamada o los stories de Instagram, sirve para reafirmar esa complicidad desde la colectividad y  la cualidad comunitaria. La forma de ser honestos con los sujetos grabados y de entender el punto de vista desde dónde se está creando es comprender e incluir también los códigos naturales de comunicación de las personas a las que se graba.

Si el travelling era una cuestión moral en La mala familia la aparente no intervención, es casi una forma de justicia. Frente a la agresividad y la frialdad de las instituciones, se permite la conversación y la escucha. A veces el grito, la rabia, el abrazo y las disculpas abren la brecha de la vulnerabilidad propia de la intimidad para dejar claro que son precisamente un grupo de amigos.

Sobre la autora

Ana Jiménez es graduada en Comunicación Audiovisual. Escribe crítica de cine en Cine Divergente, Revista Mutaciones y realiza video-ensayos. También ha sido programadora de CineZeta, en Cineteca, en 2022.

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