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Chicho Ibáñez Serrador, constructor de milagros

Chicho Ibáñez Serrador

“Recuerda en tu vida que todo tiene que parecer un milagro.”

Pepita Serrador.

Introducción.

Un recordatorio y un mensaje, herencia de un carácter arrollador, fue lo que recibió Narciso Ibáñez Serrador de su progenitora. Palabras que se incrustaron en su cabeza y las recordó, hace unos años, en una de sus últimas entrevistas. Gramática que se convirtió en brújula de su carrera hasta los últimos días de la misma ¿Qué es un milagro? Se pudo preguntar un joven Chicho cuando escuchó esa última frase en la boca de su madre antes de morir. La respuesta le ha ido acompañando y acompasando, intentando descifrarla. Actuando, escribiendo, dirigiendo o realizando en ese mismo orden, buscándole un sentido ¿Al final lo encontró? No lo sabemos pero su obra, sobre todo la ficcional, aún hoy día, nos indica el camino de lo maravilloso, nos sitúa en la encrucijada de la extrañeza para hacernos sentir incómodos, inseguros. Su mundo desnudo de certezas, nos invita a jugar llevados de su mano. A sentirnos inseguros, ya no solamente de las sombras ajenas, sino de las propias.

Peces de colores irradian desde la lamparita de noche surcando el gotelé de la habitación sumida en penumbra. De la garganta de la madre brota la nana que surca el silencio y desembarca en los ojos castaños del bebé. Las sábanas de algodón amortajando el cuerpecito trémulo. Las pústulas se arremolinan en el pecho, la boca surcada de heridas que dejan los labios a la deriva. La nana acuna el silencio. El bebé titubea en un duermevela que huele a champú y jarabe. La madre posa sus manos. La nana continúa entrecortada, navegando entre agudos. A través de la persiana se filtran resquicios de noche, la nana calma el vaivén de la respiración acelerada del niño. Hacia el interior de la noche se aventura la nana en su conclusión. La nana se interrumpe. La madre retira las manos del cuello del bebé. La mar calmada: la respiración ha cesado. Lágrimas naufragan en los labios de la madre. En la garganta inerte del bebé gorjeos reemplazan la música. Las sábanas ceñidas al cadáver. Los tentáculos de la noche apagando los peces de colores.

Vino de allende los mares en busca de fortuna y arribó en nuestras costas cargado con solamente una cosa: creatividad. Debió ser como un huracán moviendo los ostentosos cimientos de una televisión en ciernes, como fue Radio Televisión Española, allá por la década de los años sesenta del siglo pasado. Sería muy oportuno  recordar que fue él quien sacó las cámaras al exterior de los caducos programas dramáticos de la época, insuflándoles un nuevo aire, cogiendo elementos de otros medios como el cine para expresar sus pensamientos. Y no tendríamos que olvidar una cosa, Narciso Ibáñez Serrador no es un argentino que viene a España en busca de alguna oportunidad, no. Es un español que tuvo una oportunidad en Argentina, experimentando todo lo que después pondría en práctica en Prado del Rey. En Buenos Aires estuvo trabajando con su mejor mentor, su padre, Narciso Ibáñez Menta, aprendiendo el oficio de actor, como muy bien rememora el propio Chicho, “el teatro es mi origen, mi escuela, mi universidad, son mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos” […]. He sido acomodador, taquillero, electricista, maquinista, regidor. Mi madre hizo una cosa muy buena que fue enseñarme el oficio desde abajo”. Se podría decir entonces, que la carrera de nuestro rey midas particular fue una de fondo más que de sprint y después de muchas odiseas escénicas recabó en el mítico espacio de ficción Estudio 3 para hacerse cargo de la serie Mañana puede ser verdad (1964-1965), de la cual resaltarán fuertemente episodios como NN23, donde aparece la primera recreación catódica de una distopía. O tampoco podríamos olvidarnos de un clásico de culto instantáneo como fue El último reloj (1964) magistral adaptación del Corazón del delator de Edgar Allan Poe. Con semejante bagaje genérico aleteando desde la ciencia ficción al terror, es lógico que dirigiese, además de que escribiese, la mítica Historias para no dormir (1967-1969).

“Siempre he creído que las historias de terror son como cuentos para mayores y creo que a los mayores nos hace bien, de vez en cuando, sentirnos niños otra vez.”

Narciso Ibáñez Serrador.

Palabras certeras que encumbran a Chicho como el Walt Disney macabro de nuestra ficción. Y es que, en comparación con el creador norteamericano que creó todo un emporio creativo industrial, a Chicho solamente le bastaron dos películas para encumbrarlo al olimpo de los clásicos del terror. Tanto La residencia (1969) como ¿Quién puede matar a un niño? (1976) supusieron alcanzar las mieles del éxito pero también se convirtieron en fortificaciones imposibles de derrumbar y el boom de un programa como el Un, dos, tres… responda otra vez, acabó con su carrera cinematográfica para elevarlo al cielo catódico eterno. Lo que mató la experiencia cinematográfica fue el tremendo éxito de público y crítica que supuso ese programa y otros muchos que vinieron después, independientemente de que también sus ficciones de celuloide supusieron un gran triunfo. Serrador siempre ha mantenido que: “No hay nada que nos haga más daño que un éxito…” Y de alguna manera tiene razón ya que el éxito precede al ripio creativo indiscriminadamente. Quizá tenga relación con el concepto temporal, ya que una vez que lo has alcanzado es muy difícil salir del mismo sin poder hacer otra cosa. Puede que la lucha de Chicho por no repetirse nos haya dejado una serie de milagros que han quedado por siempre en nuestras retinas, y que solamente le faltaba un reconocimiento por parte de la industria española. Eso también lo ha conseguido: el Goya de honor 2019.

De juegos y nanas. Estableciendo una aproximación a la obra cinematográfica de Chicho.

Lo fantástico de La Residencia en su carácter lúdico, esa invitación a pasarlo mal, como tantos y tantos creadores nos han invitado antes, ya sean Alfred Hitchcock (Alfred Hitchcock presenta) o Rod Serling (Dimensión desconocida) por citar a una dupla magnífica del universo televisivo. Por lo tanto no estamos en el espacio de la originalidad, eso le quedaría muy espurio al propio Chicho. No, él en todo momento es consciente del artefacto. No se nos puede pasar por la cabeza que antes que director, Chicho Ibáñez Serrador, ha sido espectador y la forma de captar la realidad, en este caso fuertemente arraigada en el universo Hammer, delata el mecanismo.

El comienzo es muy revelador. Una diligencia camina hacia una residencia. El vehículo está asfixiada por la niebla, y como banda de sonido, un choque de los cascos de los caballos mezclado con el ritmo traqueteante de las ruedas de madera. Una vez que uno de los sirvientes de la residencia abra la verja y deje entrar la calesa, trayendo a la protagonista Teresa (Cristina Galbó), empezará a sonar la melodía de Waldo de los Ríos, engullendo esas imágenes de un claro romanticismo sonoro. Las notas de piano empiezan arañando la partitura hasta la entrada de la sinfonía, compaginándose con la presencia de los propios actantes recorriendo el camino, hasta su abrupta conclusión, concatenándose con el ruido de un cerrojo cerrándose, exageradamente, sobre el nombre del maestro de ceremonias de la función. Qué duda cabe que el creador nos está invitando a caminar sobre una cuerda floja. Es el camino de la incertidumbre por donde, además, se irán introduciendo elementos nuevos que irán desestabilizando la narración. Y esa es una de las características de su creador: abrir las ventanas para que se ventile la casa, para que entre aire fresco y remueva el aire viciado del interior.

Realizar una secuencia de lo más vulgar como la del hijo del buhonero es muy clarificadora al respecto. El joven cada semana se traslada a la residencia y fornica con una de las chicas. Éstas entran en un sorteo para saber cuál será la agraciada de la semana. La afortunada se dirige al lugar común del retozo (un pajar), mientras el resto de chicas se queda en clase de costura, empezando a imaginar el encuentro. Chicho no muestra nada del encuentro sexual, solamente los prolegómenos, la joven con el chico, tumbados en el heno empezando a conocerse carnalmente. La forma se desliza a través de un montaje casi sincopado de imagen y sonido, apoyados en primeros planos de las jóvenes intentando imaginar el hecho erótico incluyendo un sugerente hilo musical de gemidos. Es maravilloso como el director  descubre un momento singular sin mostrar absolutamente nada, solamente insinuándolo. Eso es también algo perverso en Serrador, y es otra de sus características, la perversidad del juego simbólico con el espectador.

Los cadáveres apilados de niños sumidos en descansos, atravesados por el dolor, la mirada abierta, interrumpiendo la rigidez del cadáver con los huesos asomando entre imágenes de archivo, que muestran el sueño arrebatado a toda una generación. Ocho minutos de pesadillas con las que Ibáñez Serrador decide abrir ¿Quién puede matar a un niño? (1976). Una serie de zoom in y de zoom outs juegan con el espectador, mostrándole la barbarie y también, a través del recurrente uso del sonido extradiegético, las risas de unos niños que comentan las imágenes tarareando los compases de una nana compuesta por Walter de los Ríos. Decenas de miles de niños murieron en el Holocausto de patrias enfebrecidas, y las risotadas siniestras conforman una burla del pasado. Con esta secuencia inicial Serrador empieza un juego fílmico que se repetirá con frecuencia: subvertir el significado de códigos narrativos y de género. Sumir al espectador en un duermevela en el que la realidad es el material del que están hechas las pesadillas.

La nana. Composición destinada a hacer dormir a un niño, es una melodía suave, meliflua y acogedora. La nana tarareada por los niños de Serrador es macabra y está dirigida a un espectador que no podrá dormir. El director emplea este metraje para establecer un tono emocional donde lo infantil está impregnado de terror y muerte. Una última instantánea, de una mirada arrebolada alrededor de la Muerte, se mezcla a través de un fundido encadenado con la imagen de un rollizo infante haciendo castillos en la arena, y después una serie de establishing shots en forma de planos generales de patriotas nutridos con esmero, deambulando por las playas de una península ibérica que intenta despertar de la dictadura.

Tom (Lewis Fiander) y Evelyn (Prunella Ransome) acuden a España a pasar unas vacaciones. Hay barullo en la calle, jolgorio infantil azotando piñatas y ruido en los fuegos artificiales y el bullicio de una sociedad entregada a la calle y al sol. La pareja decide huir del mundanal ruido y refugiarse en Almanzora. Es en esa isla donde el horror se destapa y el silencio reverbera en las paredes blancas castigadas por un sol de justicia. Hay una España entregada a la fiesta, y otra que aún no despertó – espectro de un pasado que hiberna -. Ese es el juego de Serrador, niños asesinos que castigan a adultos. El sudor discurre por la frente de Tom, Evelyn embarazada es una madre ajena esos vástagos crueles. Los adultos son apresados en contrapicados donde el calor les golpea a medida que el horror se hace más tangible. Los niños son reflejados con la indiferencia de primeros planos, sin angulación alguna. Una mujer intenta cobijar a Tom y Evelyn, ajena al caos. Los niños la observan detenidamente, completamente serios, acechantes como los pájaros de Hitchcock. La cámara describe una panorámica que desciende hasta encerrar a la mujer en un contrapicado que muestra el descenso de una caterva de infantes por la ladera de la montaña situada a sus espaldas. Son adultos que empiezan a soñar con el horror, y niños que ya no sueñan. La mar aísla, la mar separa, y en ella zambullen sus miradas los niños adultos del director como pescadores de almas. El sol es testigo de un cuento triste. El miedo aguarda en el umbral, empieza en el hombre y acaba en el hombre. El primer asesinato se produce fuera de campo. Tom y Evelyn observan cómo una niña golpea a alguien en una esquina. Él se acerca. La niña ríe y huye. El juego de Ibáñez Serrador radica en generar un suspense cuyo resultado el espectador anhela no conocer. Tom carga con el anciano ensangrentado en brazos. La nana suena. Acuna al muerto, como un padre preocupado, y lo deposita en el granero. Vuelve con Evelyn. Oye risas, y se asoma por la puerta entreabierta del granero, aguardando bajo el umbral. No quiere creer lo que ve. Los niños cuelgan al anciano y lo usan de piñata. Un punto de vista subjetivo, el del anciano colgado y muerto. El punto de vista de los niños siempre se omite. Los niños juegan. El terror aguarda en el umbral. Un lugareño enloquecido amenaza a Tom y Evelyn. Aparece su hija, le coge de la mano y juega con el padre afirmando tener miedo. Un plano general les muestra marcharse, doblar la esquina y entonces de nuevo un fuera de campo donde los niños matan al padre. Tom siempre en el umbral, sin traspasarlo, negándose a creer.

La película ¿Quién puede matar a un niño? - el Final de

 

El calor aprieta y la luz prístina de un Sorolla algo cruel baña cada escena. El resultado son imágenes saturadas, donde el sol y el sudor pergeñan contra los nervios de los personajes. Terror a plena luz del día, una única secuencia nocturna donde el aquelarre de asesinos con dientes de leche conduce a un clímax. La noche amortaja el cuerpo de las víctimas, el ánima de la ametralladora de Tom escupe humo y el aire se impregna de un olor metálico. Hay una psicogeografía del espacio donde el ambiente condena a los personajes, ajeno a su sufrimiento. Al contrario que en el terror contemporáneo, el espacio no se impregna de la psique del personaje, no es una prolongación del color emocional del relato como la Carcosa de True Detective (2014). Tan solo es testigo de la lucha por la supervivencia. Una década de los setenta donde ese calor y ese espacio que abrasaba penurias morales empezó en las antípodas, en el cine australiano de Ted Kotcheff y Despertar en el infierno (1971) o en Nicolas Roeg y Walkabout (1971) y posteriormente también hizo hervir el aceite de la motosierra de La matanza de Texas (1974), todo con un mismo sino, construir un posible universo referencial del que bebe la propuesta de Chicho y, que curiosamente, se transforma en referente para otros directores como Fritz Kiersch, intentando emular la nana de Serrador para quedarse en mero desafino con su adaptación de Stephen King (El umbral de la noche, 1984) para ese trasvase literario que es Los chicos del maíz (1984).

Narciso Ibáñez Serrador cuenta historias de terror para adultos que anhelan ser niños. Niños curiosos, pero también asustados, niños que intentan escapar de un mundo adulto que asusta de verdad. A través de su obra ha tejido un hilo invisible capaz de conectar la tradición del terror que reside en libros de lomo gastado y folclore milenario con la modernidad de antologías de terror en cine y series que miran a mitos reinterpretados una y otra vez. Quizá su mayor milagro haya sido el tener una estirpe de hijos fascinados por el horror recluido en la pantalla, desde Paco Plaza hasta Amenábar. Hijos que después han contado cuentos para adultos siguiendo las reglas del juego de un cineasta y guionista que con esa sonrisa enigmática para asomarse por el resquicio abierto de la puerta donde la madre acecha, como ese espectro que ha visto el milagro de quien aterroriza para enseñar.



José Amador Pérez Andújar (Bilbao, 1977) desde temprana edad ha respondido a la llamada de la creatividad. Su éxodo a otras regiones (se crió en Medina del campo, Valladolid, y ahora vive en Parla, Madrid) y a otros países (Carolina del Norte, Estados Unidos) lo han configurado como un ser del mundo; su trabajo en diferentes áreas creativas lo han convalidado para conseguir un puesto en la barricada de la vida, luchando día tras día desde su Blog. Es Diplomado en Dirección Cinematográfica por Séptima Ars y colabora como redactor de la revista de cine fantástico Scifiworld.es, además ha rodado varios cortometrajes (Lechuceros, que se puede ver en Youtube) y escrito una novela (La Caída de Dunde). Ahora mismo está cursando el Máster de Crítica Cinematográfica en la ECAM.


Javier Acevedo Nieto (Salamanca, 1994) es graduado en Comunicación Audiovisual en la Universidad de Salamanca. Desarrolló sus prácticas en la plataforma de VOD Filmin, y actualmente compagina su perfil de redactor en revistas como Cine Divergente y Canino con toda clase de encargos donde el teclado le dé algo de comer. Durante su Erasmus en el University College of London, cursó seminarios sobre cine ruso y polaco en la School of Slavonic & East European Studies. Tras realizar su proyecto sobre el espacio y el lugar de la memoria en el cine de José Luis Guerin y Jonas Mekas, intenta rastrear los orígenes de su aburrimiento en el Máster de Crítica Cinematográfica

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